El silencio de Don Enrique
Cuando Don Enrique entraba en el aula, el silencio entraba con él.
Los chismorreos sobre los eventos pasados y futuros de las apasionantes vidas de los adolescentes, cesaban de pronto como el motor del vehículo cuando se le retira la llave de contacto.
Si me concentro, aún puedo escuchar el barullo de aquella desagradable orquesta que pasaba desapercibida para mis jóvenes oídos. La música de la silla que se acercaba a la del amigo, la bolsa de ganchitos explotando junto a la oreja del compañero más despistado, el característico sonido del papel de plata que envolvía el bocadillo siendo transformada en pelotita de fútbol y las carcajadas —siempre exageradas— que acompañaban al relato de algún chiste salido de tono... Dime, ¿te resulta familiar este sonido?
Para Don Enrique, no.
Al fin y al cabo, cuando él aparecía, el concierto se esfumaba.
Bien...
Ahora cierra los ojos. Déjate envolver por el olor de un aula de instituto. Sería muy romántico describir este aroma como una mezcla de libro nuevo, tiza y madera envejecida... Pero la clase de mis recuerdos se caracterizaba por una inolvidable fragancia de nylon, friegasuelos y mortadela. Y créeme, si los olores pudieran enmudecer, también lo habrían hecho con la presencia de mi profesor.
Ay, Don Enrique. Qué pena no recordar tus apellidos... aunque olvidar tu nombre y tu estampa sería imposible.
Recto, pequeño, ancho, de cabeza cuadrada y andares demasiado firmes para su edad. Gafas de pasta, camisa de cuadritos, chaqueta marrón de pana... Enumero su vestuario como quien conmemora retazos de un cuadro cuyo nombre no atina a recordar, expuesto en algún museo que cierto día visitó. Y es así como mi mente adolescente retuvo, aún más que el detalle, la sensación...
Cuando Don Enrique entraba en el aula, la clase era suya. Como el bailarín en el escenario, el presentador en el informativo o el Sol en el cielo. Habiendo estudiado yo en una época en la que ni Dios llamaba «Don» a nadie, solamente él era digno de tal calificativo... Un mote despectivo que acabó siendo enarbolado con la misma consideración y respeto que un título nobiliario.
Hasta el más chulito de la clase se abstenía de decir ninguna tontería. ¡Y lo más curioso de todo es que no recuerdo que Don Enrique le echara jamás la bronca a nadie! Bastaba una mirada. Una de esas miradas glaciares que generaba escalofríos en la espalda de todo aquel adolescente hormonado y/o alocado que sintiera la tentativa de interrumpir la clase con alguna gilipollez.
—Abran los libros por la página uno del primer tema —ordenaba su voz grave y envejecida.
Así es, la página uno. Por favor, si tienes la oportunidad, fíjate en alguna película o serie norteamericana reciente sobre adolescentes. En serio, fíjate. ¿Te has dado cuenta de que siempre que hay una escena en la que es el primer día de clases, el profesor comienza el libro por una página completamente aleatoria? «Página 45; página 103; página 10». Pues no señor, página uno, como es debido.
Y así, como hipnotizados por el canto de una sirena —o por la simple impresión que nos producía que se dirigiesen a nosotros de «usted» teniendo entre quince y catorce años— obedecíamos hojeando las páginas, temerosos de cortar el ambiente con sus filos.
Entonces llegaba la magia.
Don Enrique, hombre sereno y silencioso, calculaba el número de palabras necesarias para su explicación con la misma precisión con la que establecía las operaciones matemáticas con las que iba adornando la pizarra y amueblando nuestras cabezas.
Con el paso de los días, el tenso silencio del principio, generado por el miedo y la apatía, se relajó hasta convertirse en un silencio introspectivo y respetuoso. Como un templo, pero sin ser tan aburrido.
Si algún idiota se relajaba de más y trataba de torear al docente —como hacíamos con tantos otros—, Don Enrique lo despachaba con una simple mirada o con algún comentario jocoso impregnado de acidez. Porque sí, Don Enrique era serio y respetado, pero si algo le caracterizaba era su inefable sentido del humor. A veces nos daba miedo reír por no pecar, aunque nos era imposible contenernos y eso a él no le molestaba. Todo lo contrario, creo que sonreía por dentro cuando recibíamos sus «zascas» con total aprobación.
Extraño, particular y alejado de los modelos de conducta de los profesores de la nueva escuela. No iba de colega ni de guay; tampoco de amargado prepotente. Tal vez por eso conseguía captar nuestro interés y generarnos esa mezcla interesante de admiración y confianza.
Recuerdo cómo era él en las clases, pero también cómo era fuera de ellas.
Aunque se mostrara tan duro e impenetrable como el cascarón de una nuez, el día que me abrieron la taquilla para robarme el libro de matemáticas como jugarreta, él me prestó el suyo durante el año escolar entero. En años posteriores, cuando mis nociones de álgebra decrecían conjuntamente con mi interés, acudía al departamento a preguntarle las dudas a él en vez de al profesor que tuviera en ese curso. ¡Y Don Enrique siempre me ayudaba de buena gana!
Sin embargo...
Hace poco tiempo, cuando conseguí mi primer empleo y los avatares de la vida me llevaron de vuelta a mi antiguo instituto, tuve la oportunidad de visitar a mis antiguos profesores...
Pero no a Don Enrique.
Don Enrique ya no estaba. El anciano Don Enrique no me volvería a saludar.
Y, de verdad, a día de hoy me esfuerzo en recordar sus apellidos del mismo modo que me esforcé en no olvidar la trigonometría, pero ambos intentos resultaron infructuosos. Debo conformarme con que de él me quede la nostalgia de una hora y media semanal agradable... Así como una lección sobre el liderazgo, la bondad oculta tras una imagen de frialdad y el amor al propio oficio.
Mientras escribo y pienso en él, cierro los ojos concentrada en la imagen de mi querido profesor. Es curioso, pero cuando los abro noto todavía el peso del silencio, el eco de la risa y...
Ese imborrable olor a mortadela.
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